La ciudad es el espacio público
¿Recuerdan haber pasado por los centros de ciudad cuando el confinamiento por la pandemia estaba apenas comenzando? Imposible no prestar atención a las cintas amarillas que abrazaban celosamente los parques y las plazas, las vallas que impedían el paso, o los rótulos con signos de prohibición en los espacios públicos.
La próxima vez que usted tenga que caminar por su ciudad, deténganse en algún local esquinero y observe a través de las cuadras. Los vacíos entre los edificios sólo dejan ver flujos de transeúntes o de vehículos, en una palabra, movimiento. Como consecuencia de las normas de salubridad, el espacio no llega a ser habitado, sino que se convierte en mero medio de transición. Las vivencias, el tiempo de ocio y de reposo, o la antigua y noble actividad del diálogo, eran auspiciadas por estos espacios ahora condenados al silencio. ¡Hablo del escenario de la vida urbana! Es por esto que me aventuro a declarar: la ciudad es el espacio público.
¿Una abstracción o una metáfora? Las ciudades son los trazos visibles de la civilización, el más grande archivo de la historia. Se han moldeado y evolucionado junto a nuestros pasos, incentivados por la búsqueda de orden, seguridad y una lucha por controlar la naturaleza. Ahora bien, ¿sería apresurado exaltar el espacio público como el constituyente fundamental de nuestras ciudades? Hablo de los espacios comunes, los que no se podrían decir que son propiedad de nadie, pero que le pertenecen a todos.
El ser humano se supone libre. El sistema de ciudad precede a nuestra existencia política, es decir, a nuestra ciudadanía, donde civilización y hábitat construido se muestran como homónimos. Rige un acuerdo antes del nacimiento de cada nuevo habitante, por lo que los distintos códigos y reglamentos que brindan orden en la sociedad encuentran su respaldo en las distintas instituciones (formas de regular), arquitectura y códigos urbanos (símbolos), convirtiendo la ciudad en el legitimador del gran contrato, donde los ciudadanos puedan comportarse –y esperar que otros se comporten– de la misma manera.
Pero en este sistema aparentemente regulado, ¿los espacios públicos pueden posibilitar cambios sociales no contemplados por el acuerdo previo? Puede ser, pero, ¿acaso no están en riesgo ya? El espacio hoy es intervenido según deseos particulares, convirtiendo a cada construcción en un monumento a la voluntad de quien tiene el poder de producirlo, desplazando paulatinamente a las prácticas colectivas.
¿Cuántos ponen en duda el sistema en el que transitan, sus patrones y lineamientos? ¿Un centro comercial que se erige según programas prestablecidos podría generar el mismo entorno de identificación interpersonal que las grandes plazas públicas o los antiguos mercados de ciudades? La participación ciudadana como integrante y constituyente de la sociedad no puede llevarse a cabo sin lugares que la posibilite. Quítennos los espacios de manifestación, los sitios para sentarse, lugares de contemplación, ¿qué nos queda? Meras calles y aceras, solo medios que permiten desplazarnos a nuestros destinos, de ratonera en ratonera.
Una respuesta a las tendencias de individualización ha encontrado refugio en las distintas manifestaciones artísticas, políticas o sociales que piensan las posibilidades espaciales a manera de apropiación. Durante estos procesos el espacio público es tomado por los ciudadanos y lo transforman mediante su interacción directa en medio de su protesta, reacción o reclamo. De esta manera el entorno construido cobra relevancia social en la medida en que es apropiado por los usuarios mediante su participación pública activa, y este a su vez se vuelve el escenario que responde y posibilita dichas prácticas. Se trata de la experiencia directa del espacio por encima de los usos establecidos mediante imposición o por la dirección del mercado.
La pandemia global no solo despojó a algunos de su salud, también del espacio público, y con este devorado por la prohibición, se arrebata también parte de la identidad social. Al decaer el espacio público se pierde también la ciudad. ¿Y qué queda? Cascarones alimentados por la triste rutina, mientras unos pocos continúan estableciendo los nuevos códigos.
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La naturaleza ante la inminente urbanización del mundo
A pesar del avance en todas las áreas del conocimiento que han repercutido en la forma en que levantamos ciudades, no se podría decir que éstas sean concebidas por nuestra acción directa como participantes activos de las políticas públicas, por el contrario, son prefiguradas para satisfacer nuevas necesidades más allá del hábitat humano.
¿Podríamos imaginar a los gestores principales que se han encargado de la proliferación de los más recientes sistemas de ciudad? En primer lugar podemos destacar el Estado, que establece y regula las pautas desde donde el segundo actor, el mercado, opera y se permite proyectar con base a los lineamientos establecidos. En un tercer lugar podríamos mencionar la información masiva que se encarga de esparcir los discursos contenidos en estas obras más allá de los límites espaciales y temporales.
Ahora bien, ¿dónde entra el arquitecto, el planificador? ¿Son acaso un cuarto agente? El arquitecto o el urbanista normalmente no es quien genera la necesidad de la obra, tampoco quien pone el capital para su ejecución, ni se encarga de establecer la ideología ya encontrada en el sistema de ciudades. En otras palabras, es común que los arquitectos se encuentren sujetos a los tres agentes mencionados, ya que suelen servir a un individuo o a un grupo en particular, no a la estructura social (aunque muchos aseguren que ejercen la profesión más humanista y ecológicamente comprometida).
A lo largo de los siglos los mercados se abrirían a toda clase de necesidades por conocer, pues la tierra en la que se instauran genera riqueza. El espacio natural llega a concebirse como una fragmentación de materias primas que dan vida y movimiento a las efímeras producciones humanas; pero un error sería creer que la dominación del espacio natural a favor del construido con fines meramente productivos o económicos es consecuencia particular de la modernización. Cicerón, hace más de 2.000 años, en su obra Sobre la naturaleza de los dioses, ya evidenciaba este sometimiento de la naturaleza ante el paso humano:
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Sólo nosotros tenemos la capacidad para encauzar, gracias a la ciencia de la navegación, todos esos fenómenos violentísimos que la naturaleza ha engendrado […]. Del mismo modo, todo dominio sobre los bienes terrestres se da en el hombre: nosotros gozamos de las llanuras y los montes, nuestros son los arroyos, nuestros los lagos, nosotros sembramos las mieses, nosotros los árboles, nosotros damos fecundidad a las tierras mediante conducciones de agua, nosotros contenemos, dirigimos y desviamos los ríos. Con nuestras manos, en fin, nos proponemos crear casi una segunda naturaleza dentro del mundo de la naturaleza.
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La constante necesidad de expandir el comercio no ha hecho más que acelerar la construcción de ciudades, y con ello los intentos de urbanizar desde campos hasta desiertos. En otras palabras, lo que alguna vez fue una diferenciación territorial ahora se presenta como espacios todavía no urbanizados.
Las grandes extensiones de tierra que, bajo efectos de transformación se convierten en medios de reproducción, es decir, en esa “segunda naturaleza”, suelen ser apropiados por la gran industria. Esta lógica supone que el sistema económico avanza según la capacidad de regeneración de los recursos, pero, como apuntaba Elmar Altvater, los ciclos espacio-temporales de la naturaleza terminan siendo sustituidos por ciclos espacio-temporales industriales. El capitalismo se alimenta según una lógica de circularidad de demanda de consumo infinita basada en la reinversión de la plusvalía, mientras que la naturaleza, no solo no posee recursos infinitos, sino que durante estos procesos se desgasta la renovación de los mismos, lo que implica la necesidad de expandir la industria para satisfacer la demanda, y así sucesivamente hasta que las tierras lleguen a perder su capacidad de producción de recursos.
La naturaleza obtiene una presencia tanto visible como anónima; se ha seccionado en mercancías. Pero al terminar de destruir la naturaleza (finita) en favor del capital (en su suposición de ciclo infinito), la humanidad no podrá satisfacer sus necesidades básicas de habitabilidad.
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Publicados originalmente en Revista Los Contemporáneos (Centro de Estudios Contemporáneos, México), abril & mayo, 2021. Foto por Laura Severino.